Jesús no vino a abolir la ley y los profetas, sino a darles plenitud. De arrancada tenemos que afirmar dos cosas fundamentales; la primera, Jesús es amigo de la perfección y enemigo frentero de la mediocridad. Y la segunda, se trata en la perfección del cumplimiento de la ley, que para nosotros los cristianos consiste en alcanzar la plenitud en el amor, llegar a amar con la perfección de Dios, porque Dios es amor.
Como se trata de una perfección espiritual y no de una perfección puramente humana, no se logra como fruto del esfuerzo nuestro, sino que se va logrando poco a poco, como fruto del caminar en el espíritu de Dios. La perfección del amor se va alcanzando en la medida en que cada día amemos un poquito más, hasta llegar a amar como Dios nos amó.
La plenitud es una opción que Dios ofrece a todos nosotros. El libro del Eclesiástico lo dice con toda claridad: “Si quieres, guardarás los mandamientos y permanecerás fiel a su voluntad. Él te ha puesto delante fuego y agua, extiende tu mano a lo que quieras. Ante los hombres está la vida y la muerte, y a cada uno se le dará lo que prefiera”. Pero el salmo complementa perfectamente diciendo: “dichoso el que camina en la voluntad del Señor”. Es indispensable desocuparnos de nuestros caprichos y deseos personales para llenarnos de los criterios del Gran Maestro, Jesús.
La fuente original y poderosa del amor perfecto es Dios mismo. Para poder beber de esa fuente se hace indispensable que seamos empujados por la fuerza del Espíritu Santo. San Pablo le escribe a los Corintios, “hablamos de sabiduría entre los perfectos; pero una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo, condenados a perecer, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria… Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu; pues el Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios”.
Que ojalá vivamos bebiendo de esa sabiduría, meditando con seriedad su palabra y alimentándonos de las riquezas extraordinarias que brotan de los sacramentos; ahí está la sabiduría más exquisita de Dios. Con frecuencia nos distraemos en cosas espirituales, pero no vamos a la fuente de la sabiduría divina. La sabiduría de Dios se consigue bebiendo de Dios mismo y de lo más sagrado que él nos dejó, que es su palabra y sus sacramentos.
La plenitud divina se hace visible en tres características fundamentales del cristianismo: la fraternidad, la fidelidad y la caridad. En Cristo Jesús, todos somos hermanos, y la fraternidad tiene que derribar todo tipo de barreras que impiden que seamos hermanos de verdad. Por eso recuerda el Maestro, “No matarás”, y el que mate será reo de juicio. Tampoco nos puede ganar la cólera, pues “todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado”. Y si uno llama a su hermano “imbécil”, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama “necio”, merece la condena de la “gehenna” del fuego.
La ofrenda a Dios será perfecta cuando haya pasado por el filtro de la fraternidad; “por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.
La plenitud se hace visible en la fidelidad; primero es la fidelidad en el seguimiento de Jesús, el Señor. Por eso afirma: “El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos”. Y segundo, la fidelidad especialmente en el amor humano. Dice Jesús, “todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón. Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en la “gehenna”.
Y la plenitud del amor se hace visible en la caridad, que tiene que ser vivida con finura. No se trata de una caridad que da limosna, sino de una caridad que comienza por la justicia, “porque les digo que si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos”. Necesitamos desocuparnos de nuestros intereses personales y egoístas, para donarnos totalmente. Servir es reinar.